Si vivir en sociedad y en armonía ya es difícil, ni os cuento lo que cuesta vivir en una comunidad de 14 vecinos (que son poco) pero en la que la mayoría son reencarnaciones del mismísimo belcebú.

Recuerdo cuando de pequeña, mi padre bajaba al garaje para acudir a la reunión de vecinos (un escalofrío me recorre cuando escribo estas tres palabras) que se realizaba cada trimestre. Tras cuatro horas, la puerta de casa se abría y por ella entraba un hombre que parecía haber llegado del desembarco de Normandía. Agotado, desquiciado y habiendo perdido toda fe en el ser humano. Era entonces cuando mi madre le preparaba una tila y yo, desde mi cuarto, les oía hablar sobre si fulanita se negaba a pagar o sobre si menganita le había dicho a fulanito que su hija hacía mucho ruido con los tacones cuando volvía de fiesta. Realmente me parecía algo fascinante y cual Cenicienta esperaba que me invitasen alguna vez al baile. Y como en el mejor de los cuentos de hadas (aquel en el que la princesa mileurista debe volver al castillo de sus progenitores porque aún no ha encontrado príncipe que la rescate ni perdices a buen precio que comerse), mi deseo se convirtió en realidad. A sus 65 años cada uno, mis padres se han negado en banda (como el arroz) a hacer acto de presencia en las reuniones de vecinos. “Los médicos deberían prohibirla. Te quitan más años de vida que el tabaco o el alcohol”, me dice mi padre mientras me advierte de que lo que voy a presenciar cambiará mi percepción de mis vecinos y de la vida en general. Le digo que no es para tanto, le sonrío (casi de manera condescendiente) y llamo al ascensor para asistir a mi primera reunión de vecinos (y última, debo decir). Las puertas se abren y veo que la fiesta está a punto de comenzar. Mercedes, viuda de unos 70 años aproximadamente) me saluda y me señala una silla al lado de la suya. “Mira tú que maja”, pienso. Nada más sentarme me dice: “¿Qué pasa? ¿Qué tus padres ya no quieren estar en estos líos eh? Bien que hacen. Yo porque como mi Manolo murió no me queda otra, pero prepárate para ver salir lo peor de la gente”. Me dan ganas de mirar debajo de la silla por si hay un chaleco salvavidas, pero decido que serán exageraciones propias de una señora de su edad. Conozco a todos y cada uno de los vecinos, pero hay un señor desconocido para mí que permanece de pie e inmóvil en el centro del círculo que hemos formado con las sillas. “Buenas tardes. Gracias a todos por venir. Como ya sabrán, soy el gestor al que se le ha asignado esta comunidad de vecinos dado que parece que están teniendo problemas para ponerse de acuerdo en determinado aspectos”, expone muy educadamente a la par que serio. Noto como casi todos se retuercen en sus sillas. “Verás tú…”, pienso temiendo lo peor. “A ver, caballero. Aquí problemas no tenemos ninguno. Bueno, sí. Los tiene el dueño del piso 6B que lleva cuatro años de retrasos en el pago del nuevo ascensor. Aparato del que da buena cuenta aunque no haya puesto un duro”, exclama Carmen, del 2A, mientras señala con el dedo a Carlos, el no pagador. “Virgen Santa… Empezamos pronto”, me digo a mí misma totalmente indignada y sorprendida porque, querido lector, aquí llega el bombazo. Carlos, un señor amable y educado donde los haya (de esos que siempre saludan cuando te ven, por lo que queda descartado que mate a alguien algún día), tiene 60 años y sufrió un ictus hace ahora cuatro años. Un terrible varapalo del destino que le llegó dos meses después de que a mi padre le afectara uno que por poco le cuesta la vida. Por lo tanto, en una comunidad en la que el ascensor no llegaba hasta la calle y en el que no cabía una silla de ruedas, aquel revés del destino hizo que se decidiera cambiarlo. Se me ponen los pelos de punta cuando me doy cuenta de la crueldad de las palabras de Carmen, una mujer que nos bajaba torrijas a casa en Semana Santa cuando yo era pequeña. “Mujer, ya os he dicho que voy pagando como puedo. La pensión no me da para mucho desde lo del ictus y tengo muchos gastos de medicación, rehabilitación…”, replica casi medio disculpándose. No me puedo creer lo que estoy viviendo. Carmen se apresura a contestar pero el gestor, viendo sus intenciones, se adelanta como buen árbitro: “Aquí se refleja que va pagando mensualmente una pequeña cantidad con la que ir saldando la deuda. No hay motivos para creer que no vaya a pagar”. Tal y como lo ha dicho parece uno de esos jueces de las series americanas. ¡Menudo panorama! “Vale, tranquila, será que Carmen no se ha tomado la pastilla”, me digo para intentar tranquilizarme. Tras este arranque (me rio yo de las sesiones de control del gobierno), comienzan a salir más trapos sucios. Bueno, tonterías, en mi opinión. Asisto absorta a reproches porque (y todos son 100% reales) “has pintado la puerta de tu casa de color verde y todos los demás la tenemos de madera”, porque “lo que no se puede consentir es que hayas puesto persianas de color blanco porque cuando miras hacia arriba la estética del edificio se distorsiona” (“caballero, que vivimos en Albacete, no en Mykonos”, matizo yo mentalmente) o (y aquí viene el mejor reproche de todos) porque “no puedo soportar más las clases de piano de tu hijo dado que, por si no te has dado cuenta ya, el chiquillo Beethoven no va a ser”. El gestor y yo nos miramos durante la hora y media que dura este cruce de acusaciones. Creo que sabe perfectamente lo que estoy pensando. Esto no es ‘La que se avecina’, esto es ‘Sálvame’. Vaya, que si lo llego a saber me llevo la merienda, como ‘la Esteban’. Conforme pasan los minutos me doy cuenta de que cada frase que sale de la boca de cada uno de los allí presentes podría ser perfectamente uno de los numerosos tuits llenos de odio, rabia y envidia que inundan Twitter. A las tres horas, el gestor decide poner fin a este sinsentido con el siguiente argumento: “Respeto las quejas de todos los aquí presentes, pero ninguna de ellas (salvo la de Don Carlos y ya hemos hablado de ello) se refiere a cosas que tengan que ver con lo estipulado en los planos o en las escrituras de los pisos. Así pues, todo lo que tenga que ver con la convivencia entre ustedes es mejor que lo discutan en privado”. Ay, amigo, ¡con lo bien que ibas! En un giro inesperado de los acontecimientos, todos los vecinos ponen a caldo al gestor. No falla. Tras el rapapolvo, y haciendo gala de una educación y paciencia propias de un ‘padawan’, este da por terminada la reunión, nos da las gracias (yo lo flipo) y nos emplaza a una próxima entrega de aquí a tres meses. Ya son ganas. Me levanto de la silla y decido utilizar las escaleras porque me niego a subir en el ascensor, no vaya a ser que Carmen me diga que en mi familia lo usamos demasiado porque mi padre va en silla de ruedas y quiera que paguemos un plus. Cuando entro en mi casa, mis padres están esperándome con cara de “te lo advertimos”. “Mamá, ¿me prepararías una tila?”, es lo único que alcanzó a decir mientras procedo a desinstalar Twitter del móvil. ¿Quién quiere redes sociales habiendo reuniones de vecinos? Fuente: lasexta.com Imagen: .lasexta.com (Comunidad de vecinos | Getty Images (Archivo))

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